viernes, marzo 06, 2015

El coraje de un fantasma

En 2007 publiqué en la revista Cuaderno Salmón un ensayo sobre la escritora mexicana Nellie Campobello, la autora de Cartucho. Ese texto está incluido en mi libro El sueño no es un refugio sino un arma. Lo rescato ahora por el mero gusto de releer a Nellie.

EL CORAJE DE UN FANTASMA

Nellie Campobello es un fantasma. Literalmente.
Me cuenta su sobrino Carlos: veinte años después de su muerte, una Nellie invisible vuelve del Más Allá y hace perdidizos expedientes, reúne a personas distantes merced a un azar sospechoso, se obstina en que el número 7 presida siempre las cosas que la atañen —números de oficios, de contratos, de teléfono— y trabaja, paso a paso, contra el olvido que sufre y la brutalidad que la llevó a la muerte.
Nacida en la norteña Villa Ocampo, en Durango, en al parecer 1900, Nellie murió en circunstancias espantosas hacia agosto de 1986. Conocidos suyos se aprovecharon de su confianza y la secuestraron. Para entonces, muchos de sus amigos y parientes habían muerto. Era una figura destacada de la danza; además, poseía una muy rica colección de arte mexicano. Las versiones señalan que sus captores la mantuvieron alcoholizada y drogada, que la hicieron sufrir de hambre y violencias para que firmara documentos con los cuales entregaba sus bienes. Su muerte no vino a ser conocida y confirmada sino hasta 1999. Aún no se ha castigado a sus secuestradores y asesinos: tampoco han logrado recuperarse sus propiedades.
Pero veinte años después de su muerte, Nellie regresa, también, a la literatura. En 2007 el Fondo de Cultura Económica publica su Obra reunida: Cartucho, su libro mayor (1931), Las manos de Mamá (1937), los Apuntes sobre la vida smilitar de Francisco Villa (1940), sus poemas y el ensayo autobiográfico que sirvió de prólogo a la edición de Mis libros, de 1960.
Nellie regresa a las letras mexicanas, pero habría que decir, en honor a la exactitud, que escasamente ha estado antes. Nellie es un fantasma en nuestra literatura. Se le ha leído poco debido a que sus apariciones han sido infrecuentes: apenas se le ha publicado. Cartucho, por ejemplo, ha conocido sólo seis ediciones en 75 años. Tan es así que la recopilación canónica de la cultura nacional del siglo XX, Lecturas Mexicanas, no lo incluye —y da pena decirlo— en ninguna de sus cuatro series. Tampoco figura en la nómina de clásicos hispanoamericanos de la colección Archivos.
Ella misma, acaso, contribuyó a su presencia mínima: cedió el terreno muy pronto. Y lo digo porque, si bien hay testimonios de una continuada escritura, ante la recepción pobre de sus dos tomos de narrativa Nellie —luego de la reunión de su obra en Mis libros— ya nunca publicó otro título. No insistió más: y el prólogo a ese volumen de 1960 constituiría no sólo una recapitulación de su escritura sino también, asumo, la última llamada a la crítica y los lectores. Una llamada, no obstante, que se quedó sin respuesta.
Aunque, con todo, demos lugar a un matiz: hubo ciertas voces —digamos: Martín Luis Guzmán, Ermilo Abreu Gómez, Antonio Castro Leal, Emmanuel Carballo— que aplaudieron la dignidad de sus textos, pero esos dictámenes no lograron contravenir finalmente el ayuno editorial.
Ahora, se supone que los buenos libros se defienden solos. ¿Qué sucedió en este caso? ¿Por qué no ingresó la obra de Nellie Campobello al canon reconocido de nuestra literatura? Fernando Tola de Habich habla de ninguneo. Especulo, preciso: a la misoginia —lugar común en la conducta de los escritores— se habría aliado el desinterés del crítico a siquiera hojear la obra de una bailarina célebre que hacía sus pininos, previsiblemente fallidos, en el terreno de las letras, pues el sólo-escritor tiende a desconfiar de la múltiple ambición de un artista del Renacimiento. Quizá, también, el hecho de haber publicado tan poco y luego nada: al abdicar a la constancia en los estantes de las librerías con nuevos títulos, la misma Nellie pudo haber colaborado a que el crítico o el estudioso, sin leerlos, catalogase Cartucho y Las manos de Mamá como pecados de juventud a los que se habrá de compadecer con el olvido.
Pero el tiempo pasa: nuevas generaciones, otras circunstancias exigen periódicamente una redefinición del canon. Y hoy, de mayor pertinencia que discernir por qué la obra de Nellie no interesó en su momento (situación, entiendo, ya no corregible), es volver a sus páginas y examinar la validez de su lectura en los inicios negros de este milenio. ¿Cuál es el lugar de Nellie y, sobre todo, de Cartucho, su obra principal, en la literatura mexicana?

Advocación furiosa del fantasma

La pasión de Nellie fue la danza, cierto; pero hablo de una Nellie de la furia en las letras mexicanas por sus motivaciones vueltas realidad en sus textos: «Mis libros los he escrito para contestar ofensas o para pagar deudas», le dijo, brusca, a Emmanuel Carballo en la entrevista recogida en Protagonistas de la literatura mexicana. Parecería, entonces, como si ella no hubiese escrito por una suerte de vocación integral, no como respuesta a un llamado expresivo íntimo y genético, equivalente al del grafómano para quien la escritura es una adicción compulsiva, o a la del dostoievskiano caído en el dominio expiatorio de la introspección a través de la palabra —no, nada de eso; hablaríamos antes bien de una Nellie obediente a su visceralidad panfletaria contra ciertos hechos de la realidad.
Su aparición en la narrativa, con Cartucho, habla de coraje. Coraje entendido como ira y también como valor: hablemos de Historia. El asesinato de Francisco Villa en 1922 no puso fin a la campaña denostadora de su lucha; al contrario, el triunfo del ejército constitucionalista y el establecimiento del régimen de los presidentes Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles en esa década dieron la pauta para que los villistas siguieran siendo exhibidos en periódicos y libros como bandidos salvajes.
Pero frente a la Historia de los vencedores, Nellie tenía su verdad.
Cartucho relata historias de soldados villistas —fusilamientos, huidas, balaceras: muertes, siempre trágicas— y los presenta como seres humanos, con luces y sombras: valientes, idealistas, tímidos o angustiados, pero también, algunos, sanguinarios y mezquinos. Todos ellos tienen nombre y apellido, al menos un apodo: los hay generales, como el mismo Villa, Tomás Urbina, Rodolfo Fierro, Felipe Ángeles, y otros son muy jóvenes: Pablo López, El Kirilí, Cartucho, José Rodríguez, cuyo papel en la lucha sólo se halla consignado en las páginas de este libro. De ellos se sabe poco: la «biografía» en cada caso llena página y media, a veces dos. El episodio medular es, casi siempre, su muerte.
Colérica, Nellie explicita hacia el final del relato «Nacha Ceniceros» el sustrato panfletario de su prosa: «La red de mentiras que contra el general Villa difundieron los simuladores, los grupos de la calumnia organizada, los creadores de la leyenda negra, irá cayendo como tendrán que caer las estatuas de bronce que se han levantado con los dineros avanzados». Valiente, Nellie no ignoraba que su escritura enfurecida habría de ser vista con repulsa por los enemigos póstumos de Villa. La respuesta fue, entendemos, de indiferencia.
Recapitulo.
Nellie habría escuchado de sus amigos villistas y de su madre las palabras aún no escritas de Edmond Jabès en Le Livre des questions: «Que ta mémoire soit ma maison». Que tu memoria sea mi casa, que mi casa esté en tu memoria. Nellie habría obedecido: obedeció, y escribió primero Cartucho, después Las manos de Mamá, como recintos perennes —el segundo, acaso, un tanto cursi— para sus Dorados y su madre.

...Aunque, claro, la motivación confesada —ese propósito de vengar las injurias— sería por entero fútil y olvidable de no haberse visto trasmutada en una expresión vigorosa.
Y no. No es olvidable ni fútil: en las páginas de Nellie el panfleto se volvió literatura.

Una escritura en el destiempo

Nellie Campobello escribe minificción sobre villistas desde la mirada de una niña, en el momento en que impera la novela naturalista, de connotaciones épicas y óptica masculina, sobre el movimiento revolucionario expoliado por los mismos enemigos de Villa.
A destiempo, Nellie escribe relatos breves que no podrían ser leídos por los escritores nacionalistas de esos años como la expresión de los impulsos de la raza en la Revolución. Sencillos, con un hálito de narración oral, no sólo aparentarían una escasa ambición literaria (¡los contaba la voz de una niña!): también, el panfleto habría saltado bruscamente ante la percepción de sus contemporáneos.
Y peor todavía: al tratarse de retratos fugaces y no de una novela total, la visión de la lucha armada es en Cartucho fragmentaria, casuística, azarosa. Nellie no postula una interpretación ulterior, una mística trascendental del movimiento como un todo, como una fuerza de la Historia. Hay sólo un por qué, no El Para Qué: los villistas en Parral, Chihuahua —donde vivió Nellie su infancia y su adolescencia— peleaban porque estaban hartos de las injusticias del gobierno de los ricos. Punto.
Rehusándose a filosofar sobre La Revolución, Nellie narró de las mujeres y los hombres en la pelea, entre las balas. Al hacerlo, obedecía al dictado de la ficción y no de la metafísica, la historia ni la sociología. «La literatura difunde lo individual, lo particular, las cosas, los colores, los sentidos y lo sensible contra el falso universal que uniformiza y nivela los hombres y contra las abstracciones que los esterilizan», postula Claudio Magris en Utopia e disincanto, con esa dúctil magia suya para darle seductora expresión a un, ciertamente, lugar común de la cultura literaria.
Pero no es sólo la sencillez de una mirada directa y fresca de niña que narra historias particulares. A Nellie, como a todo gran narrador oral, le concierne un dogma: la eficacia. «Y esta visión objetiva, natural, impávida, ha pasado a un estilo breve, ceñido, pintoresco, en cuyas frases cortas y a veces lapidarias hay sentido reconcentrado, concisión popular y emoción cristalizada», afirma Antonio Castro Leal de Cartucho. ¿Cómo le hizo Nellie? ¿De dónde le vino esta sabiduría narrativa?
En su estudio Nellie Campobello: Eros y violencia, Blanca Rodríguez señala una lista de lecturas probables de la adolescente y joven Nellie: la Biblia protestante, Los tres mosqueteros, Las mil y una noches, Heriberto Frías. Es decir: netos, estrictos fabuladores. Observa Rodríguez además en la de Cartucho «una prosa vigorosa y ceñida en su escritura original, gestada en el lenguaje de la conversación». Éste es el punto: si bien se murmura un pulimento estilístico de Martín Luis Guzmán, su editor y amigo, la efectividad literaria del libro se cimienta en su estrategia de narrativa oral. En busca de naturalidad, Nellie recurrió a las dotes discernibles en una contadora de historias, la narradora comunitaria que salvaguarda los secretos necesarios de su tribu.
Los relatos, según acusa su estructura, se sustentan en testimonios: algún personaje presenció una balacera, una emboscada, un fusilamiento, y en los entretiempos apaciguados de la guerra, al pasar a la casa de la madre de Nellie, cuenta las incidencias. En otros casos, Nellie misma fue testigo de un encuentro entre villistas y carrancistas, o se fascina con el espectáculo de un cadáver que ha quedado frente a su ventana después del concierto de las balas.
Esta perspectiva directa, que por cierto impide glorificar a los villistas —pues el de ellos es un retrato múltiple, donde, como he dicho, la valentía no clausura las posibilidades de la mezquindad y la traición—, se fortalece con el aliento lírico de muchas de sus rápidas, sugestivas imágenes: «va blanco por el ansia de la muerte», «Le cayó muy bien la cobija de balas que lo durmió para siempre», «Eran como cristalitos rojos que ya no se volverían hilos calientes de sangre», frases precisas que le dan un ágil robustez a los relatos.
Tenemos entonces: minificción, fragmentismo, mirada infantil, narrativa oral, imaginería concisa. Y, además, villismo. En 1931.
Nellie escribió una obra sustentada en rasgos ausentes de la narrativa naturalista de sus contemporáneos. A destiempo, es decir: hacia el futuro. Jorge Aguilar Mora, en su prólogo a Cartucho en la edición de Era, del año 2000, postula, y no yerra al hacerlo, una descendencia secreta de este libro: la novela publicada en 1955 por Juan Rulfo, en la que fulgurarían con genialidad ciertas virtudes narrativas ya esbozadas en el volumen brutal y luminoso publicado en 1931 por la joven bailarina.

Nellie sería acaso también, entonces, un fantasma rulfiano, no imposible en las páginas de Pedro Páramo. La definirían como personaje literario las incidencias de su vejez y su infancia: su vivencia niña del vendaval violento en la Calle Segunda del Rayo, de Parral, y su cautiverio y muerte inhumanos siete décadas después en la capital de la república. Ambos hechos le habrían exigido el retorno después de morir, su condición de inquieto fantasma que —como me informa su sobrino Carlos, a quien conocí hace un año gracias a las exactas artimañas de Nellie rediviva— distrae expedientes, fomenta encuentros entre desconocidos y, con terquedad, actúa en 2007 contra el olvido.

Nellie entre nosotros

«Una época se juzga no sólo por aquello que produce, sino también, quizá aún más, por aquello que valora y sobre todo que revalora del pasado», señala Mario Praz en Il patto col serpente. De aquí surge la pregunta: más allá de su interés para la historia literaria y las novelas de fantasmas, ¿por qué revalorar a Nellie Campobello?
Es inusual que hablemos hoy de «nuestros escritores». Taine, decimonónico, argüía que la mejor manera de conocer el «genio» vital de un pueblo es adentrándose en su literatura. Sin embargo, de vuelta de un siglo desgarrado por utopías sangrientas, las identidades nacionales no son ya vistas sino como ficciones peligrosas, como máscaras sedientas de sacrificios. Hoy, ¿qué comunidad, la voz profunda de cuál México se encuentra expresado en su producción literaria? ¿Cómo hablar de «nuestros escritores» en 2007, cuando la noción misma de comunidad no casa con la de este país descoyuntado en su médula por la corrupción, la violencia y el visceral desencuentro y en el que, peor aún, la letra no vale nada, no tiene el menor eco en la vida general de cien millones de personas?
No hablemos ya, entonces, de comunidad ninguna. Hablemos de un lector posible. O, incluso, de una secta dedicada a la resistencia intelectual a través de la lectura y reflexión de obras literarias. El solitario lector, integrante de esa cofradía obstinada, se lee a sí mismo, lee su propia época en las obras escogidas de su tradición. Y así, leerá en Cartucho la lección doble de Nellie: belleza y compromiso. Nellie no habló en nombre de ninguna comunidad ni de ninguna abstracción, pero tampoco vaciló en escribir sobre un puñado de villistas conocidos en la casa de su madre —e hizo, insisto, no panfleto sino literatura.
Dotada con la frescura intuitiva de una contadora de historias, relató en Cartucho lo esencial, lo que tiene que ser recordado de sus héroes vulnerables, casi todos ellos muertos en la tormenta revolucionaria. «Escribí en este libro lo que me consta del villismo, no lo que me han contado», explicó Nellie a Carballo. Tradúzcase: no escribía de villistas porque fuese lucrativo, sino que, sin miedo, se identificaba a sí misma contra la corriente, a diferencia de hoy, cuando los Zapatas y Villas son parte del folclor cuasi hollywoodense de nuestras letras. No se engarzaba en profusas empresas novelísticas, en trilogías históricas dirigidas a un dócil público «de darle de comer en la boca», como diría el radical Macedonio Fernández. Más bien, supo volver ficción robusta el testimonio disperso de la lucha revolucionaria en la Chihuahua villista de su adolescencia. Corajuda, no fue sorda a su gente y escribió una obra perdurable.
Porque Cartucho no es sólo «narrativa de la Revolución Mexicana». Con las historias particulares de una treintena de soldados villistas, surge un libro de alcance universal que trata sobre la infancia, la muerte, la crueldad y la sed de justicia. «La historia tiene la realidad atroz de una pesadilla; la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la substancia real de esa pesadilla», escribe Octavio Paz. Nellie Campobello va más allá de su tiempo y logra volver actuales y válidas para el ánimo de esa secta de lectores de nuestra época las desventuras de sus Dorados y su madre. Al lograrlo, al revertir la injuria de los vencedores, Cartucho significa no sólo un logro estético: es también una lección de bravura moral y compromiso.
Que sigue vigente. La lección de Nellie: escribir con eficacia, con aspiraciones recias de literatura, sobre lo que nos consta y nos exige ser contado. Narrar los «cuentos verdaderos», con rabia y a destiempo: contra el presente, hacia el futuro. El futuro: porque la única comunidad viable de un escritor es la que él formará en torno de sus textos.

Mucho más que un fantasma, Nellie es nuestra contemporánea por la vitalidad de su prosa, alianza entre belleza y compromiso. No carece de lógica esperar, entonces, que Nellie Campobello tome finalmente su lugar como uno de... sí, ¿cómo negarlo?: como uno de «nuestros escritores», y permanezca en definitiva en el canon literario de México.